Sábado,
1º de abril de 2006.
Conocí
a Eduard Sanmartín en el Liceo Castilla, en Burgos, durante la enseñanza primaria, cuando ninguno
de los dos teníamos más de ocho años. Nos sentaron en el mismo pupitre, de modo
que participamos ambos en el mantenimiento de aquel murmullo-alboroto de
intensidad variable que se oponía constantemente a los intentos vanos del
hermano profesor de instaurar un silencio sepulcral en el aula, ni aún
reclamándolo con sonoras y contundentes conminaciones de chasca.
Fue él
quien se dio a conocer:
-Tu,
eres catalán, ¿verdad?
-Sí.
-Yo
también.- Y a punto y seguido añadió:
-¿Sabes
cómo se llama esto? – Con una leve sonrisa pícara se señaló la bragueta y
apuntó el índice hacia el lugar que más merecía nuestra atención infantil en la
etapa eterna de nuestro descubrimiento anatómico.
Antes
del instante que tardé en responderle, se me iluminó la cara (seguro), se me
“esbatanaron” los ojos y también sonreí. Él no se contuvo: soltamos al tiempo
dos cortas palabras cada uno, que se superpusieron en un espacio único, letra
por letra:
-¡¡La
TITA!!
No
recuerdo en absoluto qué ambiente momentáneo se respiraba en el aula, pero
estoy seguro de que entonces no fue uno de los cortos tiempos en que el hermano
se adueñaba de la situación y era capaz de que centráramos en él nuestro
interés.
Yo no
sabía aún cómo se llamaba la “tita” en castellano. Descubrí que Eduardo y yo
hablábamos el mismo lenguaje (y también el mismo idioma).
Podríamos entendernos.
Podríamos entendernos.